Durante la Reconquista, el método de definición de
la cambiante frontera fue su fortificación. Para garantizar la vigilancia y
salvaguardia de los habitantes con los que progresivamente se iban repoblando
los nuevos territorios ganados a los musulmanes, se establecían una serie de villas
amuralladas, fortalezas y castillos repartidos por las distintas líneas de
frontera. Los señores y caballeros guerreros fronteros que las gobernaban y
desde las que organizaban razias y ataques sobre el terreno enemigo eran
llamados por el monarca para preparar las diversas campañas bélicas con las que
se iba desarrollando la Reconquista (Recuero Astray 2003, 128 y ss.).
Finalizada la Reconquista
de un territorio, los castillos y fortificaciones que se habían ido levantando
con función militar fueron reaprovechados como sistema de control territorial.
No sólo se aprovecharon y mantuvieron las fortalezas construidas en el período
anterior, sino que se construyeron otras nuevas. Estas fortalezas constituían
puntos de apoyo estables sobre los que mantener una guarnición de vigilancia
sobre la frontera y, principalmente, un lugar fuerte desde donde poder ejercer
el poder territorial (Quintanilla Raso 1986, 861; Diago Hernando 1998, 85).
La fortaleza como lugar
de ejercicio del poder se situaba en Castilla preferentemente en los núcleos
urbanos. Sin embargo, dado el carácter fronterizo del territorio soriano, se
situaron también en el ámbito rural. La construcción parte de la monarquía,
sobre todo en las áreas fronterizas ya que se iba realizando a medida que
avanzaba la Reconquista (Diago Hernando 1998, 88-90). Sin embargo, desde la
llegada de los Trastámara a la Corona de Castilla tras la Guerra de los Dos
Pedros se produce una progresiva señorialización del territorio. (Diago
Hernando 1987). Las dos grandes franjas de territorio realengo, la Tierra de
Soria y la Tierra de Ágreda, se organizaban en torno a Sexmos y villas eximidas
en las que gobernaban señores y nobles de la ciudad. Estas tierras de realengo
fueron enajenadas y mutiladas sucesivamente durante el proceso de
señorialización, el cual fomentó la construcción de palacios, fortalezas y casas
fuertes.
Para garantizar el mantenimiento
de la fortaleza y el ejercicio del poder real o señorial se nombraron señores
tenentes a los gobernantes de las fortalezas: «en el área soriana fueron relevantes
aristócratas vinculados a Alfonso el Batallador y luego a Alfonso VII: Aznar
Aznárez fue tenente en 1111 en San Esteban de Gormaz, Íñigo López fue tenente
de Soria por Alfonso I entre 1119 y 1125, y Fortún López tenente de Soria en
1127 y de San Esteban en 1128 y 1132» (Monsalvo Antón 2003, 58, nota 32). Se
dieron casos, como en Ágreda a finales del siglo xiii y principios del xiv,
en que algunos de estos tenentes pertenecientes a la nobleza trataron de
hacerse con el poder de la ciudad desde su posición fuerte (Diago Hernando
1998, 119).
La fortificación de la
frontera con Aragón comienza desde el primer momento de la Reconquista. Alfonso
I de Aragón conquista Zaragoza, todo el territorio oriental soriano y el valle
del Jalón a principios del siglo xii.
Bajo su reinado, Aragón avanza hasta el valle del Ebro, produciéndose la
conquista de Zaragoza en 1118. Un año más tarde llega a Soria, haciéndose con
el poder de la zona oriental de la actual provincia y que se encarga de
repoblar. Entre 1120 y 1121 reconquista Calatayud, Alhama y Ariza. En 1122 se
hace con el Alto Jalón hasta Medinaceli.
La preocupación del
Batallador tras conquistar estos territorios fue la de controlarlos. Su acción
política consistió en repoblar y organizar las nuevas tierras conquistadas.
Para la repoblación mantuvo los musulmanes que ya las poblaban y trajo mozárabes
levantinos.
La ruptura del matrimonio
entre Alfonso I con Urraca de Castilla y la ruptura de las alianzas implícitas
provocó que el hijo de ésta, Alfonso VII, rey de Castilla y emperador de León,
reclamase para Castilla estas tierras recién conquistadas. Su reclamación le
lleva a apoderarse del Regnum
Caesaraugustanum (Zaragoza, Tarazona, Calatayud y Daroca) que devolvió,
tras el tratado de Carrión de 1140,
a la recién formada Corona de Aragón a cambio de que
Ramón Berenguer IV le rindiese vasallaje.
En este momento comienzan
las disputas y roces fronterizos entre ambas Coronas, que no cesarían
—mantenidas ya por otros motivos— hasta finales de la Edad Media, siendo la más
importante la llamada Guerra de los dos Pedros a mediados del siglo xiv tras la cual entra en Castilla la
Dinastía de los Trastámara.
Paulatinamente y por
necesidad de protección y de definición de esta frontera en litigio se van
estableciendo una serie de plazas fuertes en la frontera de ambas coronas; en
la provincia de Soria, Amazán, Morón, Medinaceli, Serón, Monteagudo, Deza o
Ágreda son las más importantes. Entre ellas van surgiendo una serie de
castillos de menor tamaño cuya función es la de servir de apoyo a las huestes
que deben defender la Raya. No son, en su mayoría, fortalezas señoriales con
espacios de vivienda y soslayo de sus nobles propietarios, sino meras
construcciones funcionales donde se pueda alojar y componer una guarnición
defensiva.
Estos castillos se ubican
en puntos estratégicos en las vías de comunicación entre las dos Coronas y en
la misma frontera. Así ocurre con el valle del Cidacos, del Alhama o del
Linares como vías naturales hacia el Ebro riojano que estaba vigilada y
protegida por los castillos de Yanguas o de Magaña y Cigudosa.
El castillo señorial de Magaña se sitúa en la confluencia de los ríos Alhama y Montes
Al noreste de la frontera
nace el río Queiles. En torno a su valle se ubican la ciudad murada de Ágreda y
la fortaleza de Vozmediano. Este valle es una de las puertas principales entre
Castilla y Aragón, tanto en tiempos de guerra como en los largos momentos de
buenas relaciones. Otras fortificaciones al norte del Moncayo son los restos de
Añavieja y Dévanos. La falda meridional de la sierra se controlaba por la
fortaleza de Beratón, en la cabecera del río Araviana. Ya en la cuenca del
Manubles se encuentran los castillos de Borobia y Ciria, mientras que en la del
Carabán se levanta el castillo señorial de Carabantes. El río Manubles tiene
sus fuentes en la cara sur de la sierra del Tablado en el término de Beratón.
Pasa por Borobia antes de encajonarse en un estrecho cañón que protege el
castillo roquero de Ciria, donde entra en tierras aragonesas para desaguar en
el Jalón en Ateca.
El río Araviana merece
una mención propia. Sus fuentes se ubican a los pies del Moncayo, en el término
de Beratón. Tras abrirse paso entre las sierras del Madero y de Toraznos, llega
a Noviercas y atraviesa el campo de Gómara hasta verter su caudal en el
Rituerto. Este río articula las suavemente onduladas llanuras cerealísticas de
los Campos Altos. Ha sido, además, escenario de episodios bélicos de
trascendencia histórica. Su curso está jalonado por numerosas torres vigía de
planta cuadrada construidas durante la ocupación califal del territorio ante el
avance castellano desde el valle del Duero y que servían de apoyo a la
fortaleza de Gómara (Lorenzo Celorrio 1994).
Es al sur de Gómara donde
nace el río Henar, que tras pasar por Almazul, Mazaterón y Miñana discurre
paralelo a las sierras de Deza y de Miñana antes de llegar a los pies de la
importante plaza fuerte de Deza. Antes de traspasar la frontera aragonesa, su
valle queda protegido por el castillo de Cihuela. Ya en Aragón, pasa por Embid
de Ariza y desemboca en Cetina. Entre Almazul y Mazaterón confluye el río
Peñalcázar, que nace a los pies de la imponente ciudad amurallada del mismo
nombre.
Las Vicarías jugaron un
papel muy importante durante los litigios fronterizos entre Castilla y Aragón.
La protección del valle del río Nágima se garantizaba con el amurallamiento de
las villas de Serón de Nágima y Monteagudo de las Vicarías y la presencia de
sus castillos, así como del castillo de la Raya. El rio Nágima pasa por Serón —donde
recibe las aguas del arroyo Valdevelilla— Torlengua, Fuentelmonge y Monteagudo
antes de llegar a tierras aragonesas en Pozuel de Ariza y desembocar en el
Jalón a los pies de Monreal de Ariza. El valle que abre este río ha sido una de
las principales vías de comunicación entre el valle del Jalón y el del Duero,
ya que desde Monteagudo se puede remontar uno de sus arroyos tributarios, el
Cañabelilla hasta Valtueña y el puerto de Alentisque para llegar a Morón y el
valle del Duero en Almazán. Si, por el contrario, se recorre inversamente el
curso del Nágima por Serón se puede acceder al Campo de Gómara.
La defensa de la cabecera
del Jalón fue vital durante la Reconquista, ya que la vía del Jalón y su
continuación por el valle del Henares era la comunicación natural entre el
valle del Ebro —y los puertos Mediterráneos, por tanto— y la Meseta. Por aquí
discurría la calzada romana que comunicaba las ciudades imperiales de Emérita
Augusta con Cæsar Augusta, luego capitales de las Marcas califales, junto a
Toledo primero, y a Medinaceli después, cuando la reconquista de la Marca
Media. El valle del Jalón estaba vigilado por los castillos de Belimbre en
Santa María de Huerta, Montuenga de Soria, de Arcos de Jalón, Somaén y
Medinaceli, además de otros restos musulmanes cercanos que se conservan.
Con la unificación de las dos Coronas a manos de
los Reyes Católicos y el fin de las hostilidades entre ambas, esta franja de
territorio pierde su carácter fronterizo, tornándose de relación comercial y
social. En las villas que han sufrido las correrías y los enfrentamientos se
sitúan las aduanas. Los antiguos castillos pierden su función militar y, aunque
hubieron de ser utilizados durante las guerras de Sucesión y de Independencia
en los siglos xviii y xix, son abandonados o transformados en
residencias señoriales. Precisamente en esas últimas contiendas el patrimonio
castrense sufre grandes daños.
(continuará...)
(continuará...)
Esta entrada forma parte de la siguiente publicación:
Gil Crespo, Ignacio Javier (2013) Fortificación fronteriza y organización territorial medieval: los castillos de Soria. In: La experiencia del Reuso. Propuestas Internacionales para la Documentación, Conservación y Reutilización del Patrimonio Arquitectónico. c2o, Madrid, pp. 233-239. ISBN 978-84-45321-71-2
Para descargar: http://oa.upm.es/16559/
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